En estos dos años de pandemia, en Chile han muerto más de 57.000 personas por complicaciones asociadas al Covid-19. Una estadística que incluye a aquellos enfermos que fallecieron con un examen PCR positivo y también a quienes fueron sospechosos de haberse contagiado con el virus, pero que partieron sin un diagnóstico confirmado e incluso no llegaron siquiera a ser atendidos en un centro de salud.
Estas cifras, sin embargo, no hablan realmente de las vidas que se perdieron, de los mundos que habitaron las víctimas de esta peste, de las pasiones que movían sus rutinas diarias, de los conflictos sin resolver, de los amores truncados, de las cosas que dejaron de hacer, los espacios íntimos que habitaron, en fin, de aquellos objetos y recuerdos inmateriales que hoy forman parte de esta memoria pandémica. Mundos que inevitablemente siguen adelante: un hijo huérfano, una casa en la playa, las olas golpeando las rocas, amigos desconsolados, un video de un funeral solitario en Facebook, fotografías en blanco y negro, videollamadas de enfermos agonizando, despedidas detrás de un vidrio en una sala de cuidados intensivos, ancianos y ancianas honrando a sus compañeros de asilo, el audio de una voz ahogada, una bicicleta que aún sigue recorriendo el asfalto, un ánfora en el living que espera un velorio, el recuerdo de una mujer desnuda en un ataúd, una casa que acumula polvo y soledad en 360 grados.
Son esos universos, reconstruidos a través de 28 historias de víctimas y familiares, los que configuran este proyecto documental como una especie de museo de la tragedia, que busca contar las vidas de los que ya no están. Lo que fueron y lo que quedó: la memoria de los muertos del covid.
“Siempre nuestro sueño fue tener una casa en la playa y en 2018 nos compramos esta en Los Molles. Como trabajábamos en Santiago –Pedro era funcionario público en el Fosis y yo educadora en el colegio Saint George’s– nos veníamos todos los fines de semana. Era el goce de la vida. El último verano que estuvimos juntos acá fue en 2020. Con los niños nos vinimos en enero y Pedro llegó en febrero. La pasamos muy bien. A Pedro le encantaban las fiestas, los karaokes, hacer parrillas y estar con sus hijos. Recuerdo que un día, lo encontré apoyado en el balcón de nuestra pieza, mirando hacia la casa del frente, que llevaba años abandonada. “Me da tanta pena que esté sola”, me dijo. “Hagamos una promesa. Si alguna vez a uno de los dos nos pasa algo, nunca vamos a dejar que nuestra casa muera”. La que hablaba siempre de la muerte era yo, porque pensaba que me iba a morir primero. A él le incomodaba este tema, por eso me sorprendió que me lo planteara. “Ya, te lo prometo, pero no hables tonteras”, le respondí.
Al regresar a Santiago, lo primero que tuve fueron reuniones con apoderados del colegio, antes de que ingresaran los niños. Durante esos días me sentí cansada. Recuerdo que se rumoreaba que algunos funcionarios estaban enfermos, entre ellos mi jefe, pero nadie nos decía qué tenía, hasta que el viernes 13 de marzo empecé a sentirme mal, con dolor de cabeza muy fuerte y fiebre. Me fui a la casa. Cuando iba saliendo del colegio vi entrar a la subsecretaria de Salud, Paula Daza, y al ministro de Educación, Raúl Figueroa. Ese día lo cerraron y anunciaron un brote de Covid-19, el primero en un establecimiento educacional. Pedro me acompañó a hacerme el PCR y salió positivo. El Saint George’s es un colegio de gente que tiene mucho dinero, que viaja mucho al extranjero, y yo pienso que por ahí pudo haber llegado el virus.
Al día siguiente, Pedro y uno de mis hijos comenzaron con síntomas. Estaban decaídos y con fiebre. Así estuvimos toda la semana, hasta que el sábado 21 de marzo, el mismo día en que cumplíamos 23 años de matrimonio, Pedro se fue a la clínica. Le hicieron radiografías, le descubrieron una neumonía y lo dejaron hospitalizado. Al otro día yo también quedé internada. Estábamos en el mismo pasillo, pero en piezas separadas. Como mis síntomas evolucionaron bien, me dieron de alta rápidamente, pero Pedro no mejoraba. Esa semana lo trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Nos llamó para contarnos y fue la última vez que hablamos. Lo intubaron y desde ese momento las noticias fueron horrorosas.
Pedro siempre estuvo grave, nos decían que se podía morir en cualquier momento, hasta que un día mi cuñado, que recibía los reportes de los doctores, me fue a buscar. Le habían dicho que tenía que ir a despedirme. Lo pude ver a través de un vidrio, boca abajo, y hablé con él mentalmente. Le pedí que siguiera luchando, dando la pelea, pero no pudo. Esa misma semana falleció. La noche anterior, mientras agonizaba, mi hijo soñó con él: llegaba de la clínica, nos abrazaba a los tres y se iba.
Ahí vino otro dolor, el de despedir a un ser querido en estas condiciones. Tuvimos que asumir su ausencia. Nos conocíamos desde los 13 años, pololeamos una década y llevábamos 23 años casados, ¿cómo me lo sacaba de la cabeza? Estuvimos muchos meses encerrados, tratando de entender lo que había pasado. Volví a trabajar en septiembre de 2020, pero a fines de ese año renuncié. Con mis hijos tomamos la decisión de venirnos a vivir a Los Molles, porque siempre tuve la certeza de que acá íbamos a tener tranquilidad. Para nosotros esta casa era como estar con Pedro. Se lo había prometido”.
Ximena Miranda, esposa de Pedro.
El reloj de pared marca las nueve. El calendario de la cocina en abril de 2020. Los cuchillos imantados al muro. La tostadora y el paracetamol sobre la mesa. El atún en lata y la leche condensada. Las plantas del jardín y las granadas madurando en el granado. Los discos de Pink Floyd en su pieza. La colección de películas en DVD en la repisa. Los zapatos sobre la caja. Las camisas colgadas en el ropero. Las fotos de un verano en los 80. El agua del mar hasta la cintura. El cumpleaños número cinco del sobrino, Rodrigo. Ese que fue su ahijado, pero quería como al hijo que nunca tuvo. Fue él quien el 8 de mayo de 2020 lo encontró tendido sobre la cama, tieso, pálido y frío, mientras le picaba los pies con un palo de escoba desde la ventana, llamándolo a gritos “¡Roberto! Roberto!”.
Roberto tenía 64 años y vivía en la comuna de La Florida, en Santiago, junto a Eliana, su madre, una secretaria jubilada de 89 años. Había sido ella quien presentó los primeros síntomas de la enfermedad y, sin embargo, su agonía fue más larga. Murió cuatro días despuésque su hijo, en el Hospital Eloísa Díaz.
Rodrigo alcanzó a despedirse de ella. “Le dije que la queríamos mucho y que el tío Roberto la estaba esperando arriba, que no tuviera susto”.
Desde ese día, el tiempo está detenido.
El 11 de febrero de 2022 se registraron 38.446 contagios en Chile
Fuente: Ministerio de Salud
“Nacimos en Puerto Natales, pero nos fuimos a Argentina cuando éramos niños: yo tenía cuatro años y mi hermano nueve meses. Crecimos en Río Gallegos. Corríamos en bicicleta a los cinco años, de esquina a esquina, parecía un juego, pero cuando cumplí 15 la Federación de Ciclismo me propuso venirme a vivir a Santiago, al Centro de Alto Rendimiento, para integrarme a una preselección juvenil que iba a correr los Panamericanos.
Años más tarde volví a Argentina a buscar a mi hermano. Él se dedicaba a manejar camiones con mi papá. Le supliqué llorando que se viniera conmigo y aceptó. Viajó en camión a Santiago, se demoró tres días. En ese tiempo, yo corría en el Club Chacabuco, cuna de grandes ciclistas, y lo presenté. Cristopher tenía 16 años y apenas entró salió campeón juvenil panamericano en Ecuador. Su especialidad era la velocidad, el sprint, no había nadie que le ganara en los últimos 200 metros. En 2008 salió campeón en Uruguay en la categoría elite, siendo aún juvenil. Durante varios años fuimos compañeros de selección, hasta que en 2012 me lo llevé al equipo Clos de Pirque, con el que ganamos la Vuelta Ciclista de Chile.
Nosotros vivíamos de este deporte, de las becas que nos daban, pero en 2019 los dos perdimos esos beneficios. Nos devolvimos a Puerto Natales, sin muchas ganas de regresar. Comenzamos a trabajar en la Coca-Cola, repartiendo bebidas en los almacenes. Ahí se contagio Cristopher. Estuvo diez días luchando como si fuese un resfriado, porque no quería ir al médico ni ponerse la vacuna, hasta que mi mamá lo llevó al hospital de Puerto Natales y quedó internado. Estaba mal cuando llegó. Le pidieron su nombre y se puso azul.
Estuvo como 10 días luchando como si fuese un resfriado, porque no quería ir al médico ni ponerse la vacuna, hasta que mi mamá lo llevó al hospital de Puerto Natales y quedó internado. Estaba mal cuando llegó, le pidieron su nombre y se puso azul.
Desde ese momento, solo empeoró. ‘Me quieren intubar y yo estoy bien, pero tengo miedo, ¿y si después no despierto?’, me escribió un día. Decía que era un gladiador, que ‘esta wea no me va a matar’, pero él mismo terminó firmando la autorización para que lo intubaran. El último mensaje que me envió decía: ‘Espérame con unas frías’. Pero no duró nada. Pasaron tres días y murió. Le dio un paro. Los doctores me contaron que estuvieron 40 minutos reanimándolo.
Acá en la casa quedaron todas sus cosas: su vaso de cerveza, su ropa, la bici, el casco y sus perros, Pilo y Milo, con los que dormía. Cuando voy a verlo al cementerio le llevo unos chocolates que le gustaban y le pongo música, una canción de Farruko que se llama ‘Real Guerrero’, que era nuestro tema favorito. Hace poco volví a entrenar. Corrí 120 kilómetros en su bicicleta. Sufrí. Quiero volver a competir para los Juegos Panamericanos de Santiago 2023 y hacerle un homenaje. Tengo que sacar oro. Ese es mi sueño”.
Luis Mansilla, hermano.
“Mi mamá nació en Illapel, en una localidad interior que era muy pobre. Cuando terminó sexto básico, una tía que vivía en Quilpué se la llevó a su casa para que continuara los estudios, pero en octavo dejó el colegio y se puso a trabajar. En esa ciudad conoció a mi papá. Pololearon, se casaron y nacimos mi hermana y yo. Recuerdo que mi papá trabajaba en la empresa Carozzi, donde hacían pastas, pero que luego de un tiempo cerraron la planta y un jefe se lo llevó a Santiago, a otra empresa del mismo rubro. Mi papá se vino solo y al año nos fue a buscar. Llegamos a vivir a la comuna de Macul. Yo tenía siete años y mi hermana once. Tuvimos una infancia bonita, pero muy pobre: mi mamá hacía las cazuelas con patitas de pollo, calentaba el agua para bañarnos en un tarro en el patio y cocinaba en braseros. Fue sufrido, pero nunca faltó para comer.
Mi mamá era la mujer más linda del mundo: dócil, alegre, muy buena para reírse, le gustaban los corridos mexicanos, participaba de un grupo folclórico, iba a un centro de madre y cocinaba muy rico. Estaba, además, muy enamorada de mi papá. Siempre salían a comprar tomados de la mano, hasta que el 3 de enero de 2020 él falleció de un infarto al corazón, mientras veía un partido de fútbol sentado en el sillón de la casa.
Después de eso, mi mamá se fue a Illapel por unos meses y mi hermana y su familia se quedaron en la casa de Macul. A mediados de marzo de ese año, cuando llegó el virus a Chile, yo le pedí que regresara y se encerrara con ellos, para cuidarla del contagio. Durante esos primeros meses de la pandemia estuvimos distanciados. Yo les llevaba las compras y los saludaba de lejos, hasta que fui a Quilpué a un funeral de un primo, que había fallecido de cáncer, y por la cuarentena no pude regresar.
Fui la única de la familia que pudo ingresar al cementerio. Ahí, sola, llorando, con una foto de ella en la mano, tomé el celular y me puse a transmitir su funeral por Facebook.
A mediados de mayo mi mamá empezó con síntomas. Mi hermana la llevó al consultorio y el doctor le diagnosticó bronquitis. Le hicieron un PCR y salió positivo. Nosotros nos asustamos, porque los hospitales estaban colapsados y de otros países llegaban imágenes de personas que se morían en las calles. Con el pasar de los días, sin embargo, mi mamá se recuperó. En el ministerio de Salud nos dijeron que era ‘asintomática’. Iba todo bien hasta que, inexplicablemente, la mañana del 27 de mayo, ella no despertó. La doctora que hizo el certificado nos dijo que la causa de su muerte había sido un paro respiratorio provocado por el Covid-19.
Esa mañana hablé con mi hermana y decidimos sepultarla en Quilpué, donde estaba enterrado mi papá. Recuerdo que los funcionarios de salud no dejaron que nos despidiéramos ni tampoco que la vistiéramos. De hecho, la pusieron en el cajón completamente desnuda. Esa misma tarde, mi mamá fue enterrada. Fui la única de la familia que pudo ingresar al cementerio. Ahí, sola, llorando, con una foto de ella en la mano, tomé el celular y me puse a transmitir su funeral por Facebook”.
Marcela Aguirre Aguilera, hija
La comuna de Santiago, en la región Metropolitana, tuvo la cuarentena más extensa de Chile y una de las más largas del mundo: 134 días, desde que se decretó la medida el 26 de marzo de 2020.
días duró el toque de queda en Chile.
Llegó a Chile en 2017 desde Puerto Príncipe, Haití, y en 2020 se fue a vivir junto a su pareja al campamento Villa Dignidad, de Batuco, en la comuna de Lampa. Sus síntomas comenzaron en junio de ese año, sin embargo, pese a su asma crónica, nunca le realizaron un PCR. Un mes más tarde, Wislande falleció sentada en una silla, esperando a que llegara una ambulancia. Su cuerpo estuvo 11 horas sin ser retirado para la autopsia en el Servicio Médico Legal. Tras su muerte, su caso quedó registrado como sospechoso de Covid-19. Era madre de un bebé de cinco meses y de un niño de trece años, que esperaba por ella en Haití.
Durante esa noche, la policía derribó la puerta del departamento y encontraron su cuerpo tendido en la cama.
Si bien durante los primeros días no tuvo complicaciones graves , pronto comenzó con ahogos. Con varios colegas de otras radios le hicimos una colecta para arrendarle un tubo de oxígeno. El problema era que no había en ningún lado , hasta que él mismo hizo las gestiones y se lo fueron a dejar .
Ahora, que ha pasado el tiempo, nos damos cuenta de que no sabíamos nada de la enfermedad, que éramos ignorantes de lo complicado que podía llegar a ser.
La última vez que nosotros hablamos con él fue un viernes por la mañana. Le dolía la cabeza y le había costado dormir la noche anterior. Al día siguiente, lo volvimos a llamar, pero ya no contestó. A las tres de la tarde de ese sábado 18 de abril, un viejito que era dueño de una radioemisora de Temuco, en la región de la Araucanía, recibió el que sería su último mensaje. Nosotros creemos que murió después de mandarlo. Esa noche, la policía derribó la puerta del departamento y encontraron su cuerpo tendido en la cama”.
Egon Cárcamo, Cristian Pereira y Alejandro Olea, sus amigos.
De los 515 ventiladores donados por la Confederación de la Producción y el Comercio, a mayo de 2021 solo 32 estaban operativos. Hubo 343 que nunca fueron repartidos a la red de salud, por “poca confiabilidad”.
Fuente: La Tercera, 30 de mayo de 2021
Estuvo 56 días internado en una Unidad de Cuidados Intensivos, quizás de las hospitalizaciones más larga que se han registrado en toda la pandemia. Todo comenzó el 23 de marzo de 2020, cuando Carlos, empresario de transporte, fue trasladado en ambulancia desde su casa en Maipú hasta la Clínica Santa María, con síntomas del virus. Se había contagiado en Lima, Perú, donde había viajado de vacaciones con su señora, gracias a un regalo de sus hijos por el aniversario de matrimonio.
Durante esos casi dos meses de hospitalización, su familia recibió diariamente llamados con reportes de su estado de salud. Se volvieron expertos en interpretar el lenguaje médico, hablaban de saturación y prono. Una frase se volvió recurrente: “Estable, dentro de su gravedad”. Había días, sí, en que Carlos mejoraba –superó dos infecciones por bacterias intrahospitalarias–, pero casi siempre empeoraba. A comienzos de mayo, los doctores les dijeron que su muerte era inminente. Carlos resistió dos semanas más, hasta la madrugada del 17 de mayo en que falleció. Estaba solo. Los médicos dijeron que no sufrió. Ese mismo día fue sepultado en San Antonio, su ciudad natal.
A comienzos de mayo, los doctores les dijeron que su muerte era inminente. Carlos resistió dos semanas más, hasta la madrugada del 17 de mayo en que falleció. Estaba solo.
personas murieron de Covid-19 el 3 de marzo de 2022 en Chile, la cifra más alta registrada hasta la fecha.
Hasta octubre de 2020, 3.491 personas habían muerto por Covid-19 sin haber sido hospitalizadas, falleciendo fuera de la red de salud.
Fuente: Ministerio de Salud
Marisol: Nosotros somos de Tiltil. Mi hija Nicol nació y creció aquí. Llevaba dos años estudiando para ser intérprete de inglés y francés cuando me dijo que iba a abandonar la carrera para dedicarse a la artesanía. De chica le gustaba eso. Bueno, en la familia todos tenemos habilidades manuales. Trabajaba todos los materiales: las piedras semipreciosas, las telas y los alambres.
Cinthia: Mi hermano Ricardo trabajaba como vendedor en una tienda de deportes cuando conoció a Nicol. Su primer acercamiento fue a través de un juego en línea y luego se vieron en persona. Se gustaron, empezaron a pololear y quedaron embarazados. Nicol se fue a vivir a la casa de mis papas con Ricardo hasta que nació mi sobrino, en el año 2015.
Marisol: Se fueron a vivir a Valdivia, a la casa del papá de Nicol, que es mi exmarido. A ella le convenía esa ciudad. Por el tema turístico se vende más artesanía.
Cinthia: Mi hermano descubrió la artesanía con Nicol, ella le enseñó. Los dos tenían un puesto en una feria. Estuvieron bien como tres años, pero luego se separaron. Tras eso, Ricardo volvió a Santiago, a trabajar en una mueblería, y viajaba todos los meses a ver a su hijo, pero no aguantó la lejanía y regresó a Valdivia. Con Nicol mantuvieron una relación de muy buenos amigos.
Marisol: Un día, Nicol me llamó para decirme que Ricardo estaba contagiado de covid. Estaba nerviosa, porque antes de que lo diagnosticaran había estado con el niño y tenía miedo de que él también se pudiese enfermar.
Cinthia: A comienzos de marzo de 2021, mi hermano había viajado a Santiago para comprar mercadería y en el trayecto de regreso se contagió. Ese fin de semana se comenzó a sentir mal y le hicieron un PCR. Al otro día le dijeron que era positivo. Yo le preguntaba cómo se sentía. “Siento como si me hubiesen agarrado a palos”, me decía.
Marisol: El niño salió negativo. Se supone que a Ricardo lo controlaban vía telefónica. Yo le pedía que fuera al hospital. “Si no vas puede ser algo muy malo”, le dije. Empezó a sentirse cada vez peor.
Cinthia: Mi hermano respiraba bien, hasta los últimos dos días, que se ahogaba. Su problema era la baja saturación. Le hicieron dos visitas de la residencia sanitaria, pero no se lo llevaron porque saturaba 92 y allá solo recibían personas estables.
Nicol murió esa mañana y su hijo quedó sin padres. Me aferré al niño, me rearmé para hacerme cargo de él.
Marisol: Si bien Nicol no vivía con Ricardo, él era el papá de su hijo y tenían una muy buena relación. Eran buenos padres. A ella y al niño les afectó muchísimo.
Cinthia: Mi hermano falleció una semana después de que fue diagnosticado. En el último audio que me mandó me dijo que una doctora iría a examinarlo a la mañana siguiente. Ese día le escribí como a las 10:30 y no me contestó. El vecino me dijo que habían llegado a verlo como a las 11, que la doctora había golpeado la puerta, sin respuesta, y se había ido porque tenía más pacientes. ¿Cómo nadie se preocupó de saber por qué no abría? Pasado el mediodía el vecino forzó la puerta y lo encontró muerto.
Marisol: Después del funeral, Nicol comenzó a tener problemas con la glicemia. No era diabética, pero se le descontrolaba por temas emocionales. Fue al hospital y la dejaron internada. Le hicieron un PCR y salió positivo. Yo viajé a Valdivia para hacerme cargo del niño. Mi hija estuvo un mes en estado de coma, intubada, hasta que la fueron despertando y le hicieron una traqueotomía. Cuando se recuperó, la mandaron con hospitalización domiciliaria. Al principio no podía caminar, porque había perdido toda su masa muscular. “Lo voy a lograr, lo voy a lograr”, decía. Era muy valiente. Un viernes fue un médico a darle el alta y cinco días después tuvo control con el otorrino, porque sentía algo raro en su garganta. El doctor le dijo que tenía las cuerdas vocales algo duras, por la intubación. Al día siguiente, en la mañana, a Nicol le bajó la saturación y se le pusieron los labios morados. Llamamos a urgencia y los paramédicos se la llevaron, pero no resistió. Nicol murió esa mañana y su hijo quedó sin padres. Me aferré al niño, me rearmé para hacerme cargo de él. Desde entonces vive conmigo en Tiltil.
El 13 de junio de 2020, el ministro de salud Jaime Mañalich renunció, tras casi cuatro meses a cargo de la crisis sanitaria. Salió del gabinete en el momento más duro de la pandemia: “Mi deber republicano es dar un paso al costado”, dijo.
Dorisa Alegría
Héctor Lara
Augusto Benavente
Georgina Bustamante
Luis Henríquez
Luis Huepe
Carlos Letelier
Fallecidos entre diciembre de 2020 y enero de 2021
José Núñez
Juan Olmedo
Eduarda Palomera
Ricardo Pérez
Julia Suazo
Luis Toloza
Pedro Bustamante
“Hasta diciembre del año 2020, el hogar de ancianos Carmen Martínez Vilches, de la comuna de Curicó, no había tenido ningún caso de Covid-19. Sin embargo, en la víspera de Navidad todo cambió. Como en el país la cifra de contagios iba bajando, se nos autorizó a que los adultos mayores recibieran visitas, porque hasta entonces las reuniones estaban suspendidas.
Comenzamos a trabajar en un protocolo de apertura y se nos ocurrió montar una ‘cortina de los abrazos’, que era un plástico a través del cual los familiares y los adultos mayores podían abrazarse sin riesgo de contagio. Fueron reencuentros muy emotivos. Las visitas partieron un lunes y para el domingo siguiente un trabajador ya había dado positivo. Así empezaron a aparecer más y más casos.
Entonces empezamos otro protocolo. Transformamos el hogar y dividimos los pabellones que tiene el recinto: en dos dejamos a los contagiados y en otro los que aún no tenían el virus. En ese minuto teníamos 69 personas viviendo acá. Fue todo muy rápido, como una avalancha. Nunca había venido tantas veces la ambulancia como en esos días. Varios ancianos se fueron hospitalizados y los que se quedaron en la casa los atendimos con el médico del consultorio y el de nuestro equipo.
A los pocos días comenzaron a fallecer los primeros adultos mayores que estaban en el hospital. Llegaron a morir tres en un día. Si eso ya era doloroso, lo peor es que no teníamos posibilidad de despedirnos. Hasta antes de la pandemia, acá había dos protocolos de fallecimiento. Si la familia decidía velarlo fuera de la casa, nosotros le hacíamos un responso antes de que se lo llevaran, y si el adulto mayor no tenía familia, lo acompañábamos hasta el cementerio. Nada de eso pudimos hacer con los fallecidos por el virus. En su reemplazo hicimos un memorial con foto de cada uno de ellos. Les dejamos flores, prendimos velas y rezamos.
Llegaron a morir tres en un día. Si eso ya era doloroso, había que sumar que no teníamos posibilidad de despedirnos.
Durante esos días, la rutina de los adultos mayores se detuvo. Los confinamos en sus piezas y los que estaban bien cognitivamente, y con pocos síntomas, jugaban a las cartas y animaban al resto, incluidas a nosotras, que estábamos con un equipo muy disminuido. De los 57 trabajadores, 52 se contagiaron y la lista de reemplazo nos quedó corta. Tuvieron que apoyarnos otras organizaciones y llegó un momento en que solo había dos personas para atender todo el hogar. ‘Hay que hacer la pega’, nos repetíamos.
A mediados de enero de 2021, el brote ya estaba controlado. Su paso nos dejó una tragedia: 14 residentes fallecidos”.
Beatriz Guerrero, directora del hogar.
Cuando en España los casos aumentaban por miles, en marzo de 2020 Rosa Chuqui cruzó el Océano Atlántico con destino a Ecuador, su país de origen. Residía en Europa desde el año 2004, junto a sus hijas, y aprovechó que estaba desempleada, por la pandemia, para visitar a su hijo en Guayaquil. Luego, el 1 de marzo, viajó a Santiago donde sus hermanas, con quienes tenía planificado pasar todo el mes. Hacía mucho tiempo que no se veían y el cierre de fronteras, tanto en Ecuador como en Chile, alargó la estadía. Rosa quedó confinada en la comuna de La Florida y a comienzos de mayo se contagió de Covid-19. Se sintió mal justo para el día de la Madre y la internaron en el hospital Padre Hurtado, en San Ramón.
El 16 de mayo se la llevaron a Concepción, a 440 kilómetros de Santiago, para evitar que los centros asistenciales de la capital colapsaran. Así comenzó otro viaje: uno por intentar salvarle la vida. Rosa fue una de las primeras pacientes contagiadas en ser trasladadas en avión por la Fuerza Aérea. Estaba inconsciente, intubada y sola, en una ciudad que nunca estuvo en sus planes visitar. Había días en que su salud mejoraba y otros en que empeoraba, hasta que simplemente no despertó. Agonizó por dos semanas y el 4 de junio murió.
Tras eso, comenzó su último viaje. Un recorrido por tierra desde Concepción a Santiago, en una carroza que la llevó al Cementerio Metropolitano. Sus hijas en España y su hijo en Guayaquil, siguieron el entierro por videollamada. Su cuerpo aún permanece en Chile.
El médico que la trató, Carlos Grant, también falleció por Covid-19 en enero de 2021.
El último mensaje que me escribió fue antes de perder la conciencia: ‘Mijito, voy a dejar guardado el teléfono, porque me llevan al hospital’, me dijo. Nunca mas volvimos a hablar.
“Una de las últimas conversaciones que tuve con ella fue para el Día de la Madre. La vi bastante decaída. Como no sabíamos bien cuáles eran los síntomas de esta peste, asumíamos que era solo una gripe, pero quedó hospitalizada. El último mensaje que me escribió fue antes de perder la conciencia: ‘Mijito, voy a dejar guardado el teléfono, porque me llevan al hospital’, me dijo. Nunca mas volvimos a hablar”.
Peter, hijo de Rosa Chuqui
Hasta comienzos de noviembre de 2021, más de 40 millones de vacunas contra el Covid-19 habían llegado a Chile.
“Mi papá era una persona muy humilde y trabajadora, de esos hombres antiguos que son responsables en todo. Se casó a los 23 años y de ese matrimonio nacimos cuatro mujeres. Somos una familia muy grande, todos de la comuna de Puente Alto.
Durante su vida mi papá se dedicó a dos rubros. Primero en el área de contabilidad de una empresa y después, en la década del 70, a manejar buses. Recuerdo que era chofer en la locomoción colectiva, pero luego lo contrataron para prestar servicios particulares. Ahí estuvo hasta el año pasado, cuando comenzó la pandemia y decidió retirarse para cuidarse del virus.
El encierro, sin embargo, lo puso triste. Decía que se sentía ahogado y envejeció. En marzo de 2021, como los casos habían bajado, regresó al trabajo y ahí se contagió. Un día dijo que se sentía resfriado. Nosotras nos asustamos. Al día siguiente, no se pudo levantar, le dolía la espalda y su saturación había comenzado a disminuir. Lo llevamos a un consultorio que está a dos cuadras de la casa y ahí lo dejaron hospitalizado. Le hicieron el test y dio positivo. Como todas las clínicas estaban colapsadas, lo acostaron en unas camas que habían habilitado.
En ese momento se nos derrumbó el mundo, porque mi papá no se había vacunado. Me decía que no creía, que cómo se había creado tan pronto, que no le convencía. Una de las últimas conversaciones que tuve con él fue precisamente para que se vacunara. Le mostraba noticias de internet y estudios. Mi mamá lo retaba, pero no quería. Tal vez, si lo hubiese hecho podría haber vivido un par de años más: murió en su propia ley, como se dice.
En el consultorio estuvo cuatro días. Nos rogaba que lo sacáramos, pero necesitaba cada vez más oxígeno. Yo creo que sentía que iba a partir y no quería estar ahí cuando eso pasara. Después lo llevaron al hospital de San José de Maipo y luego al Sotero del Río. Nos dijeron que estaba muy complicado y que no era candidato a la intubación. Por su edad, los doctores creían que no resistiría el procedimiento y además estaban privilegiando a gente joven.
Hasta entonces, solo podíamos hablar con él por teléfono. Decía que quería ver a mi mamá, para despedirse. A la semana siguiente pudimos entrar. Éramos 15 personas, pero solo dejaron a lo más cercanos. Mi mamá le tomó la mano y yo le hice cariño, mientras le daba las gracias por todo. ‘A ver, déjame mirar la luna’, me dijo en un momento, y se puso a mirar detenidamente hacia la muralla. Ahí yo sentí que se estaba yendo. ‘No quiero sentir más dolor’, dijo.
Las enfermeras nos contaban que la muerte por covid era terrible, que era como si te estuviesen poniendo una almohada en la cabeza. En la familia nadie quería verlo sufrir y nuestra tristeza era por no poder estar ahí cuando partiera. Ese día hicimos una videollamada con todos los familiares que no pudieron entrar. Aún estaba lúcido y entendía que esta era su despedida. ‘Que tenga buen viaje’, le dijo un sobrino. A los tres días, falleció”.
Marjorie León.
Tras la muerte de Ricardo, Galy, su esposa, le escribió una carta de despedida. Un día se la leyó en el cementerio:
“Me consuela que algún día, cuando me marche de este mundo, nos volveremos a encontrar para estar juntos para la eternidad. Te amé, te amo y te amaré por siempre”.
Dicen que Karla se contagió primero. Era como una faringitis que con los días se volvió demasiado molesta. Tanto, que el 29 de abril de 2020 fue al consultorio para que le dieran un remedio, pero esa misma noche terminó internada en la Clínica Ensenada. “Tengo el bicho”, le dijo a su hermana Valeska, que ese día fue a cuidar a Olga, la abuela de ambas.
Karla y Olga, a quien llamaban con cariño “Nanita”, eran inseparables. La mujer la había cuidado desde pequeña y cuando envejeció, fue el turno de su nieta. Toda una vida juntas. Olga era jubilada y Karla dueña de casa, madre soltera de dos hijos y profesora de talleres de manualidades en la municipalidad de Independencia, en Santiago, donde ambas vivían.
Durante esos días en que la nieta estuvo internada, Valeska cuidó a la abuela. El 1 de mayo fue la última vez que las tres se vieron las caras. Ese día, Karla cumplía 49 años y realizaron una videollamada para saludarla. Olga le decía que la extrañaba. Karla le mandaba cariños desde la clínica. Esa misma tarde, la intubaron y Olga comenzó a sentirse mal en casa. Decaimiento, problemas para respirar, cansancio. También estaba contagiada. Al día siguiente, una ambulancia tuvo que acudir en su ayuda. Los paramédicos recomendaron, por su gravedad, trasladarla al hospital. Pero ella no quiso. “Le pregunté si quería quedarse en la casa, me miró y me dijo que sí. Ahí entendí que ella quería morir acá. Me dijo que estaba cansada, que había vivido lo que tenía que vivir. Le acaricié su pelo, le di un tecito y a los dos días se durmió”, recuerda Valeska.
Le pregunté si quería quedarse en la casa, me miró y me dijo que sí. Ahí entendí que ella quería morir acá.
De ese sueño, Olga no despertaría más. Tras su muerte, Valeska pensó que el único consuelo para su hermana sería que por fin podría rehacer su vida, tras varias décadas dedicadas al cuidado. Pero Karla tampoco saldría de la sedación: falleció diez días después que su abuela.
Hoy, la casa en que ambas vivieron se encuentra arrendada.
“Este viaje lo tengo grabado en mi memoria. Cuando era niño, mi papá me llevaba a la Clínica Santa María para que lo acompañara a hacer rondas de pacientes. Siempre por la misma ruta: bajábamos por la calle Eliodoro Yáñez y luego cruzábamos el río Mapocho, en Providencia. Es extraño esto de las coincidencias, pero el día en que él se agravó a causa del covid fui yo quien lo llevó a esa clínica, donde trabajó por más de 20 años, por el mismo camino.
Recuerdo que estaba nublado. Era alrededor del medio día. Mientras conducía, mi papá miraba los autos. Estábamos en el apogeo de la primera ola, los momentos más oscuros de ese 2020, con cuarentenas en todo Chile y hospitales colapsados. ‘Igual anda harta gente en la calle’, me dijo. En lo que duró el viaje recordamos mi infancia y hablamos de la pandemia. Él no sabía cómo se había contagiado. Cuando apareció el virus, en diciembre de 2019, y vimos los sistemas de salud de Italia y España sobrepasados, como familia nos sentamos a conversar. Mi padre, mi madre y yo somos doctores, y mi hermano es sicólogo. Les dijimos a nuestros papás que si bien era cierto que todos teníamos que aportar desde lo que podíamos, ellos ya estaban en retirada y que no iba a pasar nada si no atendían pacientes durante un par de meses. Pero no nos hicieron caso.
Mi papá ingresó a la clínica con dolores musculares, fiebre, cefalea y problemas para respirar. ‘Doctor Carvajal, ¿cómo está?’, le preguntaban sus colegas. Él miraba alrededor, la gente enferma igual que él y los médicos y enfermeras intentando estabilizarlos. ‘Nosotros somos unos privilegiados’, me dijo en un momento. Quería hacerme entender que agradecer y retribuir ayudando al resto, como él lo había hecho durante tantos años, atendiendo gratis a quienes no tenían recursos. ‘Acá yo soy paciente, ustedes hagan lo que tengan que hacer’, le dijo a los médicos que lo examinaron. Tenía una inflamación en los pulmones y lo dejaron hospitalizado.
En el camino encendí la radio y la primera canción que sonó fue Man of the hour, de Pearl Jam, de la película El gran pez. Ese era un tema que a ambos nos gustaba y mientras lo oía tuve una sensación extraña. Se me cruzó la idea de que este momento, en que el pasado se había cruzado por delante nuestro, tal vez podía ser una despedida.
No es que se invirtieron los roles, no es que me haya convertido en el papá de mi papá, pero en cierta forma, en ese instante, yo era la persona a su cargo. ‘Bueno, acá te dejo’, le dije. Regresé solo a casa. En el camino encendí la radio y la primera canción que sonó fue Man of the hour, de Pearl Jam, de la película El gran pez. Ese era un tema que a ambos nos gustaba y mientras lo escuchaba tuve una sensación extraña. Se me cruzó la idea de que tal vez esta era una despedida.
A los días lo intubaron. Yo también me contagié, pero con síntomas leves. Recuerdo que trataba de mentalizarme con pensamientos positivos. ‘Todo va a salir bien, todo va a salir bien’, me repetía. Comencé a preparar la casa para cuando volviera, porque seguro iba a necesitar rehabilitación. Encargué una cama y un sillón, para que estuviera cómodo en su recuperación, pero una semana después falleció. Su cuerpo fue cremado. Aún guardo las cenizas en mi casa, esperando a que algún día podamos hacerle una despedida.
Con mi hermano nos repartimos algunas de sus pertenencias. La colección de corbatas, la nutrida biblioteca que tenía, las fotos antiguas, su maletín de doctor y los implementos con los que examinaba a sus pacientes. En mi casa, junto al sillón que llegó tras su muerte y que nunca pudo ocupar, armé un pequeño rincón con todos esos recuerdos y objetos para mantener su memoria”.
Álvaro Carvajal, hijo.
Mensaje enviado a la familia de Juan Carlos Carvajal por una enfermera que trabajó con él, a un año de su muerte.
A abril de 2022, en Chile se han contagiado 3,5 millones de personas y más de 57 mil han fallecido. Estos casos fueron investigados cuando aún no estaba presente en el país la variante Omicron.
Fotografías, audios, videos, videos 360º e investigación
Alejandro Olivares & Cristóbal Olivares
Textos e Investigación
Jorge Rojas
Corrección de estilo
Emilia Duclós
Traducción
Rosa Araya
Constanza Rehren
Diseño y dirección de arte
Aribel González
Desarrollo
Alfredo Duarte
Material de archivo
Cortesía de las y los familiares
Queremos agradecer a todos los familiares de los fallecidos por Covid-19 que se tomaron un tiempo para colaborar en este proyecto. Gracias por contarnos sus historias y por facilitarnos las fotografías y piezas audiovisuales que componen este trabajo documental.
Contacto
proyectoultimoinstante@gmail.com
Este sitio web fue publicado en abril de 2022. Santiago, Chile.
Proyecto financiado
por el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes, convocatoria 2021
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